Desiertos Sauditas

Desiertos Sauditas

Pieroad - Deserto Arabo - es

DESIERTOS SAUDITAS

Arabia Saudí está llena de desiertos. Hay el Rub' Al-Khali, una masa de arena dos veces mayor que Italia que se extiende por el Sáhara hacia el este de la península arábiga; el desierto de Nefud se encuentra en el lado opuesto, al norte, bajo Jordania e Irak, y en árabe significa "Gran Duna de Arena". Un tercer desierto se une a ellos extendiéndose latitudinalmente a lo largo de mil kilómetros, es el Al-Dahna. Por último, a lo largo de la costa, se desarrolla el desierto del Golfo Pérsico, cuya superficie comparten los pequeños estados de Bahréin, Kuwait y Qatar, y la región meridional de Irak. Todos juntos forman el Gran Desierto Árabe, que con una superficie de más de dos millones de kilómetros cuadrados es el mayor de Asia.

La mejor manera de cruzarlo  es seguir la costa este de la península y evitar la desolación absoluta de la zona central. Es imperativo moverse antes del verano, las temperaturas superan regularmente los cincuenta grados y el sol golpea implacable cada centímetro del cuerpo, no hay sombra que ofrezca cobijo. La radiación y la aridez queman la piel y ni siquiera los ojos están a salvo: el resplandor de la arena es cegador y lastima la vista incluso con gafas de sol. Si quiero tener alguna esperanza de logro, tengo que moverme rapido.

Estoy en Dubai ultimando los preparativos. Marzo entra en su segunda mitad y me quedan unos cuarenta días antes de que el calor se vuelva peligroso. Cuarenta días para llegar al extremo norte del desierto y pasar por Bàssora (Irak), más allá de la cual se eleva la cordillera de los Zagros. Una vez alcanzado, estaré a salvo. Cuatro fronteras dividen el trozo de tierra que quiero atravesar: los Emiratos, Arabia Saudí, Kuwait, Irak e Irán. Mil quinientos kilómetros por recorrer. A pie. Un paseo primaveril.


 

PREPARACION

Como de costumbre, organizo las provisiones dibujando una tabla sin márgenes en una hoja de papel. Escribir a mano tiene el poder de imprimir un ritmo en la cabeza, como si el surco trazado por la pluma se repitiera en la mente. Este será el cuarto desierto que atravesaré y mientras apunto la comida que hay que comprar observo la calma con la que el bolígrafo deja la tinta sobre la hoja en blanco. La conciencia de experiencias anteriores me devuelve una sensación de seguridad.

En las semanas previas a Dubai había anotado la cantidad de agua que consumía a diario, así que ahora tengo estimaciones precisas sobre las que razonar. La etapa de cuarenta kilómetros se ha convertido en mi unidad de medida estándar de la distancia y, en las diez horas que tardo en recorrerla, mi cuerpo demanda unos  dos litros y medio de agua. Teniendo en cuenta algo más para cepillar  los dientes y cocinar, con tres litros al día puedo estar tranquilo. El setup  básico (equipo de acampada, recambios, electrónica, ropa, etc.) pesa unos 20 kg, unos diez son de comida, así que el resto del peso a transportar se va en agua. Ezio, el cochecito en el que llevo lo necesario, puede cargar hasta cuarenta y cinco kilos, así que el cálculo se hace pronto: quince litros de agua, cinco días de autonomía, a cuarenta kilómetros diarios son doscientos sin necesidad de aprovisionarse.

Trazo en el mapa la línea que tendré que seguir y tomo nota de las ciudades y los grifos de gasolina. Las primeras son escasas, pero las estaciones de servicio están en un máximo de tres días entre ellas. El resultado es reconfortante. Sin embargo, tengo que tener en cuenta que el calor aumentará en adelante, por lo que necesitaré llevar más agua. Mentalmente pienso llevarme unas botellas de suplementos minerales cuando vaya de compras, no reducirán la cantidad de agua que tendré que beber pero al menos ayudarán a reponer los niveles de sales minerales y a mantener a raya la sed.

Bernat y Amalia, los chicos que me acogen mientras estoy en la ciudad, hablan del calor veraniego que están pasando desde que se mudaron a Dubai. Aunque las conversaciones tienen lugar cara a cara, ambos utilizan la misma metáfora: la sensación de salir de casa es como abrir la boca de un horno encendido y ser golpeado por una ráfaga de aire caliente. En el insignificante trayecto de la puerta de casa al coche y del coche a la entrada de la oficina, la camisa se empapa -por completo, no sólo en las axilas- y tienen que llevar un traje de repuesto para ponérselo nada más llegar al trabajo. Durante meses, no se ve a nadie por las calles.

El tiempo y el dinero permiten hacer muchas cosas; en los Emiratos, donde los derechos de los trabajadores son prácticamente inexistentes, su explotación ha hecho posible la creación de una ciudad inimaginable. Pero incluso en un país autoritario con pocas protecciones como éste, en verano los trabajadores están exentos de trabajar al aire libre de diez de la mañana a seis de la tarde. Hace demasiado calor. Las anécdotas me dan material para reflexionar, pero el sueño de completar la vuelta al mundo a pie me dará fuerzas para seguir adelante. El físico está entrenado por tres años y medio en camino, y en la India me di cuenta de que la mente puede llevar al cuerpo a cotas más altas. Pero hay que saber llegar.

 

EMPIEZO - CALOR

El diecisiete de marzo me despido de mis amigos y parto con Ezio en dirección norte. Comienza un nuevo capítulo: la travesía del desierto de Arabia. Tardo tres días en atravesar las áreas metropolitanas de Dubai y Abu Dhabi, el paisaje es el insípido típico de los suburbios industriales y el camino es aburrido. Un precio injusto a cambio de la facilidad del avituallamiento. Quiero dejarlos atrás rápidamente y dirigirme a la costa. Pero enseguida el calor llega inesperadamente y ataca sin piedad. ¿Cómo es posible? Parece que alguien haya subido el termostato por despecho. Hasta ayer la temperatura apenas superaba los treinta grados y sólo en las horas centrales del día. No he tenido tiempo de mentalizar que el calor m ya hace pegajoso cada movimiento. El asfalto hace rebotar el aire caliente irritando la piel de las piernas y al final de la etapa las encuentro rojas e hinchadas. El smog agobia la respiración, creando un manto denso y opresivo.

Para protegerme la cabeza llevo una gorra de legionario, cuya solapa delantera cubre la cara abotonando un lado del sombrero. De este modo la cara queda protegida, sólo queda al exterior una franja de piel alrededor de los ojos, pero en la nariz la tela pesa y se dificulta la respiración. El cuerpo está cubierto por un thub, la túnica masculina de mangas largas que llega hasta los pies, típica del mundo árabe. La prefería a los pantalones porque deja pasar una bocanada de aire en ciertas zonas. Estudiar la cultura local y adoptar ciertos aspectos aporta ventajas tan inesperadas como agradables. La única parte descubierta son las manos: en dos días y a pesar del bloqueador el dorso está quemado y se forman las primeras ampollas. Improviso una protección con dos pañuelos, atando las esquinas del primero detrás del pulgar izquierdo y enroscando el segundo alrededor de los nudillos de la mano derecha. El calor es sofocante, pero al menos evito las quemaduras solares.  Al final de la caminata utilizo unas toallitas limpiadoras para quitar la mezcla de crema solar, sudor y arena, pero pronto me doy cuenta de que la piel sufre por el calor y no es suficiente con limpiarla.

Durante el día me detengo dos veces, a media mañana para estirar los músculos y a la hora de comer. Busco refugio en las sombras de los camiones aparcados a los lados de la carretera y bajo los pasos elevados que cruzan el sentido de marcha, sintiendo un inmenso alivio cuando me desabrocho la tela que cubre la cara y quito el sombrero. La sensación de frescor dura un segundo, luego el calor vuelve al ataque. Para proteger a Ezio y la comida que lleva dentro, compro un parasol de los que se usan en los parabrisas de los coches; y también un paraguas con el que me haré sombra durante los descansos.

Hasta ahora, la comida que preparaba duraba 36 o 48 horas, dependiendo de la temperatura. Esta vez no llega a veinticuatro. Hago un amargo descubrimiento el segundo día, cuando abro la cajita de lentejas cocinadas la noche anterior y un repugnante olor a fermentación me informa de que la comida fertilizará la tierra. Mientras muerdo una crujiente y jugosa manzana sintiendo una secreta lujuria, tomo nota de que será más dura de lo que pensaba. Me asalta el miedo a la sed, una emoción turbia y sombría que anticipa la necesidad real de agua. Es la imaginación la que me seca la boca, la que hace que sienta la garganta reseca aunque acabe de beber. Si me atuviera al depósito de cinco litros no podría apagar el fuego, ya lo he intentado; es más, me encontraría con el estómago hinchado y un litro menos de agua. Desechada. Desperdiciada. Cojo una de las pastillas de sales minerales y la coloco entre la lengua y el paladar esperando a que se disuelva. El efecto efervescente y el sabor ácido son una agradable diversión durante los minutos que siguen.

 

LAS SALINERAS

Pasando las afueras de Abu Dhabi, una pista de tierra se adentra en espacios sin límites. El sol ha desaparecido tras un espeso manto de nubes y el viento ha empezado a soplar con insistencia. La pista de tierra desaparece durante largos tramos en la arena compacta, en otros se alterna con lenguas de asfalto que duran apenas un centenar de metros y no llevan a ninguna parte. De repente, la arena da paso a unas salinas blancas que se adueñan del horizonte. El paisaje se vuelve surrealista. Me encuentro sumergido en el barro, con Ezio hundiéndose bajo el peso de las reservas de agua. Las roderas dejadas por las ruedas imprimen la sal húmeda durante varios centímetros, multiplicando la fatiga. Cada pocos pasos miro a mi alrededor con asombro, incapaz de comprender cómo he podido acabar en esta trampa. Busco costras de sal seca para avanzar con rapidez, aquellas en las que las grietas son ligeras y superficiales resultan bastante fiables. Avanzo con obstinación, esperando una vía de escape, y al cabo de una buena hora consigo salir del atolladero y llegar a una vía de servicio que atraviesa el sistema salino. El paso de Ezio ha dejado estrechos corredores en la superficie, las únicas líneas sinuosas en un paisaje por lo demás descarnado.

La carretera está ligeramente elevada y permite mirar a unos trescientos sesenta grados. La impresión que resulta deja perplejo: si me hubieran teletransportado a una montaña, tendría ante mis ojos el mismo escenario. Nieve o sal en el suelo, un manto de nubes sobre la cabeza, el viento gritando en los oídos, empujando indignado contra la dirección del camino. Puede que la temperatura haya bajado veinte grados desde ayer, pero la radiación sigue siendo fuerte, la presión del sol se siente en la piel, a la que ahora se añade la sal que salpica arrastrada por el viento.  La marcha transcurre durante toda la tarde en busca de un pañuelo de tierra donde establecer el campamento. En vano. Me rindo media hora antes de que se ponga el sol y, para proteger el suelo de la tienda de la acción corrosiva de la sal, extiendo una lona bajo la pila. Cojo un paquete de galletas y una lata de habas para cenar. Estoy demasiado cansado para cocinar. Al pensar que éste es sólo el cuarto día de cuarenta, una sonrisa de desconcierto se dibuja en mi rostro. Este era el desierto fácil, ¿cierto?

 


ENTRAR AL DESIERTO

Los días siguientes el viento no deja de aullar ni un segundo, empujando obstinadamente en dirección contraria. Durante la noche arremete furiosamente contra la tienda, que recibe los golpes gimiendo y crujiendo. Pero la estructura resiste, las cuerdas tensadas como las de violín permanecen ancladas a las estacas, y la Manaslu resucita cada mañana junto con el viandante al que custodia. Poco a poco entro en el ritmo del desierto, escuchando su aliento entrar en mis pulmones. Agradezco al viento porque mitiga el calor y cada mañana, cuando asomo la cabeza fuera de la tienda, saludo a las nubes que un día más mantendrán al sol a una distancia prudencial.

La serenidad llega aceptando las condiciones que impone el desierto. Establezco una rutina, cumplo los horarios con precisión y con renovada disciplina soy capaz de apreciar el paseo y sus paradas. Despierto al amanecer, trece horas de luz diurna, al atardecer me siento en el colchón inflable y leo en la pantalla retroiluminada del e-reader las aventuras de Carla Perrotti, exploradora de los desiertos del Sahara y del Kalahari. Como en el pasado, a medida que avanzo por el desierto, el desciende en mí, proporcionándome el espejo en el que observarse. Miro alrededor, y el silencio material se convierte en espacio; miro adentro, y el espacio se convierte en silencio.


 

FRONTERA SAUDI

Frontera es un término degradado para referirse al final de una jurisdicción y el comienzo de la siguiente, ocasionalmente acompañado de problemas, nunca con los nervios relajados. En Al-Ain se comprueba que se hacen las mismas cosas a ambos lados de una línea imaginaria. Pasar papeles, dinero, sellos, preguntas triviales, visados, pases, despedidas y bienvenidas. Esta mañana estaba en los Emiratos, esta tarde en Arabia Saudí, pero el desierto es siempre el mismo.

La naturaleza viva por estos lado es escasa, muy diferente del desierto australiano. Allí una gran cuenca artesiana abastece de agua a las especies, mientras que aquí el oro que se esconde bajo el suelo es negro, un color inadecuado para la vida.

En una semana, las únicas formas de vida son una serpiente y un par de brillantes lagartos rosados con cuerpo de torpedo, cuya cola es desproporcionadamente pequeña en relación con su torso. En lugar de huir, se acercan con curiosidad, dejándose admirar unos instantes antes de intimidarse y esconderse bajo la arena. No hay pájaros, tal vez debido al fuerte viento. Por lo demás, algunos arbustos secos y obstinados y alguna palmera ocasional.


 

EL OASIS DE AL-HOFUF

Después de tres semanas llego en  Al-Hofuf, capital de la Provincia Oriental y centro comercial de la región. Las mayores reservas de petróleo y gas del mundo se encuentran bajo su tierra, al igual que un gigantesco acuífero, situado justo debajo de la ciudad. Un guía local informa de que el millón y medio de habitantes que viven allí podrían sobrevivir cincuenta años antes de que la reserva se seque. El embalse ha dado lugar al mayor oasis del mundo, con cultivos intensivos de palmeras datileras y diversas especies de frutas y verduras. Sé que antes escribí que la vegetación es escasa comparada con la del Outback australiano, pero la de Al-Hofuf es la única excepción. Alrededor, a lo largo de cientos de kilómetros, reina la arena.

Estoy con Mohammed, un profesor de 35 años que participa en una asociación de senderismo en su tiempo libre. Estamos en pleno Ramadán, durante el día no aparece porque duerme o trabaja, pero por la noche nos encontramos charlando y compartiendo un bocado. El Iftar es el momento en que cesa el ayuno y volvemos a comer, siempre en compañía, sentados en el suelo y cogiendo con las manos de enormes bandejas llenas de comida. El arroz y la carne son la base de la dieta saudí y, según las especias y el método de cocción utilizado, toman distintos nombres: kapsa es la versión básica, mandi la que se cocina bajo la arena con leña de palmeras. Durante miles de años, Al-Hofuf ha sido encrucijada de un intenso comercio entre India, Arabia, África y Europa, por lo que también ha absorbido los gustos y tradiciones culinarias de los pueblos con los que comerciaba.

Al-Hofuf alista un encuentro más. Unas semanas antes, Stefano me había enganchado en Instagram: es un chico de Foggia que había venido en bicicleta desde Sudáfrica. Pedaleaba en dirección contraria a la mía y esperábamos encontrarnos por el camino para charlar. Una vez en la ciudad le escribo y, ¡sorpresa! es su última noche aquí. Nos encontramos en unas horas y salimos con Mohammed y sus amigos a comer algo y tomar el usual té azucarado. Stefano tiene una energía vivaz y una gran sonrisa y pasamos la velada contando a nuestros nuevos amigos los meses que hemos pasado en la carretera. Antes de que se marche al día siguiente, intercambiamos alguna información sobre puntos de avituallamiento. En la bici, rumbo a Qatar, cubrirá en dos días la distancia que me ha ocupado una semana.

Me quedo en la ciudad unos días, recupero peso, celebro el final del Ramadán vistiendo un thub bien blanco y el shimah, el pañuelo rojo saudí sujetado a la cabeza por el egal, un cordón negro enroscado sobre sí mismo como una serpiente. Mezclando organización y suerte, consigo pasar la ocasión en una familia saudí. En un gran salón nos encontramos intercambiando saludos diciendo "Eid Mubarak", feliz Eid (el nombre de la festividad), una vez más bebiendo litros de té caliente y comiendo una cantidad diabética de dulces y dátiles. Para saludarse, los hombres se dan la mano y se besan tres veces la mejilla derecha. La familia es numerosa, para las generaciones anteriores era normal tener ocho o diez hijos y cada uno de ellos ha tenido otros tantos, así que me paso la tarde estrechando manos y presentándome a una teoría interminable de Mohammed, Hussain, Ali y Abdullah. Las preguntas más frecuentes son las mismas que en India: de dónde eres, estás casado, cuándo te casarás, tienes hermanos o hermanas, a qué se dedican tus padres. Las preguntas sobre la familia superan a las del camino, probablemente tratan de entender quiénes son a partir de mis raíces, o simplemente hacen las preguntas que están acostumbrados a hacer.


 

DESIERTO - ÚLTIMO ACTO

Me pongo en marcha, podría haberme quedado unos días más pero evitar el calor es un pensamiento constante, tengo que moverme si quiero evitar cocerme. Pero la suerte, al menos en la batalla contra el verano, parece estar de mi lado. Las tres semanas siguientes, el tiempo que se tarda en llegar a Kuwait y dejarlo atrás, ven una continua alternancia de condiciones meteorológicas, excepcionalmente inusuales tanto para la estación como para el lugar. El sol late a cuarenta grados durante días, luego viene el viento, siempre contrario, para bajar la temperatura percibida, finalmente las nubes se espesan y se desata una tormenta. Una noche estalla una tormenta eléctrica, con destellos de luz que rasgan la oscuridad a cada segundo; es un espectáculo aterrador porque, al fin y al cabo, estoy durmiendo dentro de un caparazón de lona sostenido por dos postes de duraluminio. Aquí dentro está la parte material de mi vida, y si la tienda se viniera abajo, todo se perdería: los diarios de viaje y las piezas de electrónica con los archivos que almacenan. La noche resuena con un sonido lúgubre, el rugido de los truenos no sigue a la luz de los relámpagos; un largo silbido etéreo, como una nota de diapasón, es el gemido con el que la oscuridad se hace oír. A la mañana siguiente sopla un viento frío, debe hacer veinte o veinticinco grados menos que el día anterior. Llego a una estación de servicio en construcción donde algunos trabajadores tienen sus chabolas. El supervisor habla bastante bien inglés, es del Punjab indio, y me informa sobre el alarme meteorológico de la noche anterior.

La segunda parte del desierto continúa bajo la lluvia, el viento y el sol, en una agotadora alternancia de condiciones. A la derecha aparece una larga red que se extiende a lo largo de decenas, quizá cientos de kilómetros, estropeando la sensación de infinitud que el desierto querría comunicar. Las mallas de alambre indican la presencia de yacimientos petrolíferos. En medio de la nada hay plantas de extracción y refinado, y a menudo veo lenguas de fuego ardiendo contra el cielo gris. Después de verlas una vez, su presencia se vuelve rápidamente fastidiosa. Junto a ellas aparecen las torres de alta tensión que llevan la electricidad a los escasos asentamientos de la costa. A veces se pasa por debajo de ellas y se oye el ominoso zumbido de la corriente que las atraviesa.

En la frontera con Kuwait todo va tranquilo, en la ciudad vuelvo a encontrar hospitalidad gracias a Couchsurfing, recupero energías, lavo la ropa, hago la compra y me pongo de nuevo en marcha. A pesar de las dificultades, he mantenido un buen ritmo y, excluyendo los descansos en Al-Hofuf y Kuwait City, he recorrido mil quinientos kilómetros en cuarenta días exactos, desde Dubai hasta la frontera de Salwa, donde me encuentro ahora.

Es la última noche en Kuwait, mañana cruzaré una frontera más, pero de alguna manera será diferente, porque las historias que se cuentan sobre los países a los que estoy a punto de aventurarme no son todas positivas. Los que han estado allí se han enamorado, mientras que muchos otros los miran con recelo y, a veces, con miedo. No puedo evitar dejarme influir por sus opiniones pero durante las semanas de caminata he pensado mucho y tendido si sería buena idea aventurarme, solo y a pie, en estas zonas sensibles. Sobre todo ahora, dadas las tensiones con Israel, hay que tener especial cuidado con lo que se dice y hace. Al final decidí ir, movido por la curiosidad que despertaban las historias sobre Irak e Irán. El desierto del Gulfo ha terminado. Empieza otro capítulo: voy a conocer Persia.