
TransCaucasian Trail - Pieroad

EL TRANSCAUCASIAN TRAIL
Por primera vez desde que partí para la Vuelta al Mundo a pie, estaba considerando seriamente la idea de estacionar a Ezio y cargar una mochila sobre los hombros. Había realizado algunas caminatas entre América Latina y Australia, pero las más largas nunca habían durado más que una semana. Esta vez, sin embargo, habría necesitado al menos un mes para recorrer los ochocientos y picos kilómetros que iban desde Meghri, la frontera sur con Irán, hasta el lago Arpi, el pequeño rincón noroccidental de Armenia ubicado entre Turquía y Georgia. Los lugareños llaman a esta región "Siberia armenia", porque en invierno el aire se enfría un poquito y las temperaturas rondan los treinta grados bajo cero (un año se registraron -42 grados). Me topé con los datos mientras investigaba y se me quedaron grabados, quién sabe por qué.
No tardé mucho en tomar la decisión. Llevaba cuatro años de camino empujando un cochecito y quería cambiar, hacer un trueque entre pista y sendero, cuarenta kilos de comodidad y un equipamiento esencial. ¿Por qué tomar la ruta más fácil cuando puedes complicar las cosas? En realidad se trataba de ampliar mi zona de confort y descubrir en una categoría de la que Diógenes habría estado orgulloso: el ultraliviano. Como esta vez tendría que llevar todo en las espaldas, pareció buena idea actualizar el setup. Contacté con Silvia del equipo de marketing de Ferrino y le propuse la solución: entre tienda, colchón y saco de dormir me habría ahorrado casi dos kilos. La tienda de campaña de tres estaciones, monoplaza y free-standing de la serie Nemesi habría alojado a mí y al contenido de la mochila Istinct de 65 litros, un proyectil de dyneema ligero e impermeable.
La caminata tiene un nombre, TransCaucasianTrail, y la ambición de conectar los estados al sur del Cáucaso: Armenia, Georgia y Azerbaiyán. La idea nació en 2017 y con el Covid por medio el camino aún estaba en fase de desarrollo. Las informaciones disponible en el sitio eran abundantes, especialmente para el lado armenio, e incluso había un track GPX y un boceto de guía; pero las obras en el camino apenas habían empezado y las dificultades que presentaba, si bien por un lado habrían hecho el viaje lento y tortuoso, habían mantenido alejado el turismo. El verano de 2024 fue un buen compromiso para disfrutar de la aventura.
PRIMEROS DÍAS EN LA SENDA
Partí a principios de agosto desde Meghri, el extremo sur del TCT. La ciudad y sus pocos miles de habitantes están dentro del tamaño estándar de un centro poblado armenio. “Meghri”, en el idioma local, tiene que ver con la miel o las cosas dulces, debe ser porque en la zona crece una cantidad desproporcionada de uva, higos y albaricoques. Cada familia cosecha vides y árboles frutales, se come algo, pero la verdadera razón es que la pasión soviética por el alcohol se mantuvo incluso después de la disolución de la URSS, por lo que cada familia tiene una producción autónoma de licores a sesenta grados, unos incoloros que llaman vodka y sacan con cada excusa. Los aguardientes deben beberse a partir de las diez de la mañana y siempre de un trago. Aunque parezca extraño, no deja resaca. Por extraño que parezca, rechazarlos es imposible.
Los primeros días de camino son los más difíciles (los motivos son complementarios a la asunción de vodkas locales) y llevan a reconsiderar las decisiones tomadas, maldiciendo el espíritu de iniciativa que promueve las novedades. Tarde o temprano el cuerpo se acostumbrará al ritmo, sólo es cuestión de darle tiempo para que se aclimate. A los excursionistas que parten del sur, el sendero les da una calurosa bienvenida: literalmente, con cuarenta y tantos grados y dolorosas subidas de laderas expuestas al sol, y metafóricamente con abrazos de zarzas, ramas que no respetan los espacios personales, árboles derrumbados y flores que queman la piel. Ciertas personas incluso lograron avistar algunos osos, pero estos no forman parte del comité de bienvenida y no siempre se tiene tanta suerte.
Un hecho singular de Armenia es que las montañas ocupan el ochenta y seis por ciento de su superficie (más que Suiza y Nepal) con la mitad del país por encima de los dos mil metros. Esta característica morfológica prácticamente no aporta ninguna ventaja en términos de temperatura. En verano se muere por el calor y en invierno las montañas recuerdan lo que deben hacer, y por eso se congela. Por otro lado, no hay forma de escapar de las impresionantes subidas y descensos que rompen las rodillas. La primera parte de Meghri, en el mismísimo interior del pueblo, sin siquiera tener tiempo de calentar los músculos, y asciende desde los seiscientos metros (cabe mencionar: uno de los puntos más bajos de todo el recorrido) hasta los dos mil doscientos. La tercera etapa es aún peor: partir de 1700m de Shishkert, lugar para el cual se necesita cierta licencia poética para definirlo como centro habitado, y llegar a 3200 metros del monte Khustup; y eso sólo por la mañana. Llegué bajo la cresta rocosa con la lengua fuera y un número vergonzoso de pausas. Había abusado del oxígeno disponible para preguntarme cómo diablo había logrado moverme en la cordillera de los Andes entre cuatro y cinco mil metros, apenas tres años antes. Había una respuesta despiadada impresa ante mis ojos y no podía decidir si era verdad desarmadora o una broma de cansancio: ¿podría haber envejecido repentinamente?
Con la cumbre a la vista, el cielo decidió que ya había visto suficiente y se cerró en un obstinado coágulo de nubes grises. Llegué a la base, un espacio abierto con una cruz de hierro a la altura del hombre y banderas armenias y de su ejército. Dejé la mochila en el suelo con la delicadeza que se puede usar en ocasiones como esa y busqué dentro con determinación. Como había ahorrado casi dos kilos de equipo, se me había ocurrido la genial idea de cuadrar las cuentas con otros tantos kilos de licor. Siete frascos de cuatro sabores diferentes iban a garantizar un suministro suficiente para las dos primeras semanas, pero la perspectiva de quitarse el peso de encima y celebrar cada etapa con una justa recompensa prevaleció rápidamente sobre la mejor de las estrategias. Bebí sorbos del cordial de ciruela frente a una fogata improvisada y poco a poco, junto con el color de las mejillas, volvió la esperanza de poder lograrlo sin desmajar.
ANTIGUOS MONASTERIOS
En una semana el cuerpo se acostumbró al estrés (los licores también habían desaparecido) y el cansancio fue sustituido por el puro placer de caminar. Tras la cumbre escondida del monte Khustup llegaron las primeras joyas del viaje: las cascadas de Shaki y los monasterios de Tatev y Noravank, ambos a un paso de ser declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Armenia tiene una cantidad impresionante de sitios religiosos y en la abundancia de montañas mencionadas anteriormente, las iglesias y los complejos monásticos se han apropiado de lugares particularmente pintorescos. Noravank fue construido en el fondo de un cañadón de rocas rojas como el fuego, mientras que Tatev está ubicado en el borde de un acantilado a unos quinientos metros sobre el curso de agua que fluye río abajo. Hay quienes llegan en coche, algunos a pie, pero la mayoría llega con el funicular más largo del mundo, disfrutando de un espectacular vuelo sobre el abismo bajo el teleférico.
Uno se pregunta cómo lograron los monjes elegir lugares tan inaccesibles para construir sus casas - y cuánto sudor costó construirlas. El caso es que estas zonas han sido cruce de impresionantes movimientos migratorios, especialmente desde el este, ya que aquí pasaban casi todas las Rutas de la Seda. De vez en cuando, además de las caravanas de especias, también llegaba alguien con intenciones más bélicas que comerciales como los mongoles o los hunos, que en atormentados ataques de nostalgia por las llanuras de las que habían partido, trataban de renovar el paisaje arrasando con lo que encontraban en su paso. Escapar de los ejércitos montados supone un gran esfuerzo, sobre todo si no los ves llegar a tiempo. Así que la idea de construir un monasterio en una zona de difícil acceso, que, en un lugar donde sólo hay montañas, generalmente significa lo más alto posible, conlleva la doble ventaja de mantenerse con vida y disfrutar de una buena vista por la ventana.
MONTANAS GEGHAMA E YAZIDIS
Los monasterios y los vodkas caseras son elementos recurrentes en un viaje a Armenia, pero al alejarse de la civilización urbanizada se puede experimentar otro pequeño mundo desconocido para el turismo de los sellos de pasaporte. Me encontraba a mitad de camino, entre los cerros suaves de las montañas Geghama, una zona formada por varios edificios volcánicos que corta el país de sur a norte. No había ningún centro habitado, ningún punto de suministro de alimentos y ningún árbol para madera, sin embargo, dada la presencia de osos y lobos, encender una hoguera y alistar un asado podría haber sido una actividad contraproducente. De todas formas, como el volcán y yo íbamos en la misma dirección, decidimos hacernos compañía por unos días.
Las descripciones del guía hablaban de dos peligros con los que había que tener cuidado: las tormentas eléctricas y los perros pastores. Fue con estos gigantes blancos de setenta kilos entraron en escena los Yazidíes, una población seminómada originaria del norte de Irak que en las montañas armenias se dedica a la ganadería desde hace generaciones. Acercarse a las cabras, ovejas y vacas es extremadamente arriesgado porque los perros atacan incluso si te mantienes a cientos de metros de distancia. Lo más inteligente fue tomar largos desvíos y mantenerse alejados de los campos, pero llegó un momento en que la curiosidad quiso más.
Gracias al silbato incorporado en la correa de una mochila, pude anunciar mi presencia con mucha antelación. Una figura humana salió de una de las tiendas y llamó a los molosos con un grito seco y decisivo. Me acerqué al campamento poco a poco, con más precaución que una salida nocturna fuera de la tienda para ir al baño. Se me acercó un par de mujeres que podrían haber sido madre e hija, cuerpos robustos y manos enormes y rojas, cabello negro envuelto en un pañuelo, vestido largo rematado en un par de botas de goma. Los saludos no implican contacto físico, quizás pueda haber un apretón de manos cuando hay hombres cerca pero nada más. ¿Cómo comunicarse? No me gusta Google Translate, adormece el cerebro. Prefiero conformarme con las manos y una dosis de intuición, siempre surge alguna historia.
Casi siempre partimos de nociones geográficas banales que, sin embargo, pensándolo bien, sugieren algunas de las preguntas ontológicas más profundas del ser humano: ¿de dónde vienes, hacia dónde vas, estás solo? La familia de pastores sube cada primavera a los pastos de alta montaña, a finales de septiembre descenderán al valle y se dirigirán al norte. Con frecuencia puntual, aunque no diaria, una furgoneta tremendamente destartalada y valiente sube por inverosímiles pistas cuatro por cuatro con el objetivo de recoger la leche que producen las vacas. Le pagan efectivo y así la familia participa en la sociedad y se abastece para el año siguiente, cuando volverá al aislamiento y traerá comida suficiente para varios meses. La leche se almacena durante la noche en tanques de unos veinte litros, cerca del arroyo, donde el aire es más fresco.
Me invitaron a entrar con gestos amplios e inconfundibles. La tienda debe ser similar a una yurta mongol, aunque nunca he visto ninguna personalmente. Tiene perímetro circular, con paneles de madera numerados que conforman las paredes verticales, pieles de animales en el exterior, camas de hierro en el interior, estufa de leña, bomba de gas para cocinar, mesa, sillas, un banco, herramientas esparsas y nubes de moscas por la presencia cercana de animales de gran tamaño. El suelo es de barro, naturalmente. En la tienda de al lado, el laboratorio: una bañera, la verdad, bastante sucia, sirve para cuajar el queso. Cubos de plástico azules recogen las etapas de las distintas fermentaciones. Un kilo de queso de cabra cuesta el equivalente de cinco euros. Sólo efectivo, obviamente. Lo compro esperando que una vez comido no baile demasiado, pienso en las condiciones higiénicas en las que he comido en las últimas semanas y concluyo que tengo excelentes posibilidades de conservar el queso en el estómago. Una vez fuera del laboratorio regresamos a la carpa-casa para tomar un café sin filtro y algunos caramelitos. Abrí la mochila y puse unos frutos secos sobre la mesa con la intención de dejarlos allí. En cambio, fue rechazada cordialmente y volvió a estar en su custodia. Estas personas saben lo difícil que es vivir en las montañas y nunca le quitarían comida a un extrañero, bajo ninguna circunstancia.
TRAIL END - ES SIEMPRE DEMASIADO CORTO
Abandoné las Geghama para descender poco a poco hacia el lago Sevan, la masa de agua más grande del país. Justo al norte se encuentran el Parque Nacional y la ciudad de Dilijan, donde uno de los fundadores de TCT abrió y dirige un albergue, el Dilijan Hikers Hostel. Aproveché para meterme con mi ropa en la primera lavadora desde que empecé el camino, tres semanas antes, y comerme montañas de papas fritas y ojaxuli, un guiso regado con vino local. Dilijan sería el último lugar para abastecerse seriamente de alimentos, y aunque me había enviado algunos paquetes de comida a través del servicio postal, aproveché la oportunidad para reponerme. El lago Arpi estaba a unos diez días de distancia y los 65 litros de la mochila, ampliables con 15 más, permitían una autonomía considerable.
Al norte del verde Dilijan, valles y colinas se alternan dulcemente hasta culminar en el cañón del Debed, un abismo aterrador sobre el cual hileras ordenadas de rugientes tractores pasaban sus días peinando campos de trigo. A intervalos irregulares aparecían los habituales monasterios de piedra con sus vistas vertiginosas, casi siempre poblados de celebraciones de bodas o bautizos: la fe en Armenia está viva y se percibe cómo Dios, en esta parte del mundo, aún no ha sido declarado muerto.
La caminata por el TCT llegó a su fin después de 820 kilómetros y treinta y dos días, en una sede anónima de guardaparques del Parque Nacional. Fueron necesarios algunos intentos para convencerlos de que me dejaran pasar. Señalé el cartel con el final del sendero y el mapa de ruta, luego formé un rectángulo con mis dedos y doblando repetidamente el índice de mi mano derecha imité la acción de la cámara. Me dejaron entrar. Tomé la foto, me despedí, y con la mochila vacía y los ojos llenos de asombro partí hacia la cercana frontera con Georgia, el siguiente capítulo de este camino. Era hora de reunirse con Ezio y actualizarlo sobre el mes de aventuras que acababa de terminar. Pensé: tal vez le lea estas palabras de camino a Tbilisi. También tengo que contarle otra noticia, una gran novedad que me ha tenido ocupado estos últimos días: quiero anunciarle que dentro de un año volveremos a casa.
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